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viernes, 9 de diciembre de 2011

La élite de Francia y sus ecos nefandos

Desde este mi humilde blog he hablado en diversas ocasiones del sorprendente mundo laboral francés y de las inauditas leyes que protegen a los trabajadores y que están destinadas a mantener el statu quo y a borrar cualquier cosa que tenga que ver con iniciativa, creatividad, riesgo e incertidumbre. No hace mucho he llegado a la conclusión de que esto se debe a la situación terriblemente clasista que se vive en este país. Creedme, son mucho peores que nosotros aunque parezca imposible tal cosa. Aquí puede darse la circunstancia de ser un afortunado de familia bien. En ese caso no habrá necesidad en tu casa y sí dinero para permitir que los hijos, terminado el bac (dizque bachillerato), pasen a una ecole preparatoire de prestigio donde invertirán dos o tres años de su vida estudiando doce horas diarias para poder acceder a una prestigiosa ecole politecnique. Los que terminen los estudios de la ecole pasarán a formar parte de l'elite de France, que son los individuos que se encuentran en el gobierno y en la alta dirección de todas las grandes empresas del país. Para que os hagais una idea, Sarkozy y Strauss Khan,  señor de derechas y socialista (?) respectivamente, a parte de hijos de la misma puta vienen de la misma o parecidas escuelas. Si tu familia es normal, entiéndase por familia normal una de clase media como supongo son la mayoría de los que forman la parroquia de este blog, ya no puedes ser de l'elite. Con gran esfuerzo algunos llegan a una pseudo-elite pero eso no vale para ser vicepresidente en TOTAL-Fina o Secretario de Estado de Agricultura (un poner). La gente de l'elite son ricos, trabajadores, inteligentes, buenos conversadores y unos redomados y consumados hijos de la gran puta, tal que si fueran notarios lo cual no es de sorprender porque pasan más o menos por lo mismo. El que no es de la elite es currante y puesto que los franchus, metidos a envidiosos no desmerecen comparados con los españolitos, los currantes se montan también su exclusividad y su "categoría" mediante el endiosamiento de la cosa sindical que alcanza unas cuotas de poder en este país que dejarían a mi Fedeguico (Jiménez Losantos) en estado de shock si los tuviese que sufrir. Salvo en unas pocas empresas ejemplares, por ejemplo Danone, el tránsito de clase dirigida a clase dirigente no es posible, para ser dirigente hay que venir de l'elite. Todo esto conduce a un estado de encabrono y desconfianza generalizada que convierte el mundo laboral en una especie de lucha sin cuartel en la que nadie se fía de nadie y en la que el premio gordo consiste en machacar al prójimo y solazarse en ello. La egalité y la fraternité se les han debido caer en algún sitio, por suerte les queda algo de la liberté. Sólo cuando comprendes esto puedes entender porqué durante la Gran Guerra los generales franceses enviaban a sus tropas a morir a cientos de miles (esto es literal) sin reparar ni un instante en que eran personas con nombre, apellidos y familia, y porqué el ejército francés se declaró en huelga en 1917, huelga que resolvió el siniestro general Petain que tuvo a la sazón que claudicar con la reivindicación de la tropa de no iniciar un solo ataque más; de hecho desde ese momento el peso de las ofensivas aliadas pasó a manos británicas.

Todo esto que he contado subyace, como no podía ser de otra manera, en la empresa para la que trabajo, ya por poco tiempo. Se da además la circunstancia agravante de que nuestro gran jefe es un tipo con algunas capacidades mentales por encima de lo habitual, particularmente en lo que se refiere a detectar errores y erratas. Este tipo se dedica a asistir a presentaciones y reuniones con el afán de destripar resultados, hundir conclusiones, afear formatos y básicamente, humillar públicamente a quien presenta/dirige la reunión. Lo más curioso es que el tipo es un cabrón pero no es una mala persona porque él cree, y de verdad que lo cree de buena fe, que esa humillación a la que somete a la gente no es sino un ejercicio didáctico en el que todos los presentes tienen oportunidad de aprender la forma correcta de hacer las cosas: él centra sus "enseñanzas" en uno concreto para que todos los asistentes tomen nota. Según él, los que se cabrean e incluso se echan a llorar (típicamente las chicas) son una panda de inmaduros que no saben separar lo personal de lo profesional y no merecen entrar en el Valhalla de los dioses vikingos ni en nada que se le parezca remotamente. Es fácil imaginar el efecto demoledor de semejante pedagogía. Por lo pronto la reunión semanal en la que los distintos equipos van presentando sus resultados y que tiene por denominación oficial Lab Meeting, aunque mi querida M la ha rebautizado recientemente y con mucho tino como el paredón de Vivalis, se ha convertido en una sala de torturas que ríete tú del Santo Oficio. La gente pasa por periodos de angustia y congoja tratando de imaginar cual va a ser la excusa para destrozarlos en público. Y ser público también resulta muy desagradable, de verdad lo digo.


Dos ingenieros de proceso presentando resultados en un Lab Meeting
 Otro efecto de este saneado ambiente es que el personal, en lugar de tratar de hacer bien las cosas y resolver los problemas se dedica a quitarse el muerto de encima y procurar que la culpa le caiga a otro. ¡Ah la culpa! Una cosa tan nuestra y resulta que también es francesa.

Todo esto hemos intentado explicárselo a nuestro jefe bienamado recientemente. Yo particularmente en directo y con público delante, en el transcurso de una reunión dedicada a "quejas y críticas", le dije que si pone en solfa públicamente a un director de (proyecto, departamento o lo que sea) ante aquellos que le reportan, esta desposeyendo al individuo en cuestión de cualquier vestigio de autoridad y que por lo tanto jamás habrá ni disciplina, ni equipo ni más autoridad que la suya propia. Él asiente y hace como que se da por aludido pero al cabo de diez días repite la maniobra y vuelta a la casilla de salida.

Con ánimo de enmendar la situación, ha organizado la compañía unas bonitas sesiones de... de algo que no sé como llamar pero que consiste en reunirse con un consultor-facilitador y criticar la situación de manera constructiva, en plan qué puedo hacer por cambiar las cosas y qué pueden hacer por ayudarme. Yo procuro ser optimista y colaborador pero la verdad es que no lo veo, lo único que veo es que cuando una empresa anda con esa estrechez de miras, muy grande, lo que se dice muy grande, no va a ser nunca. Para colmo he vuelto de la reunión que se celebraba en L'Ille de Nantes a la fábrica con Stephen Brown, el inglés que no come cosas negras ni que tengan ojos o patas, otrora mi jefe, y un redomado cínico que pese a llevar veintiseis años viviendo en Francia, sigue siendo más británico que el Royal Albert Hall. En el camino nos hemos dedicado a despotricar de los conductores franceses, lo peor según Steve y particularmente los conductores de Nantes, y a dudar del desenlace del ejercicio espiritual que nos había ocupado durante la mañana. Pienso que Steve debería darse una vuelta en un automóvil conducido por Silvia - que tiene la necesidad de hacer seis o siete cosas a la vez por más que una de ellas sea conducir - o incluso con la pamplonesa Paula que acostumbra a discutir con el tozudo de su coche que no se deja meter la sexta (ya tenía problemas con el coche anterior y eso que tenía una marcha menos); quizás eso suavizase su agria opinión sobre los conductores bretones.

A todo esto, ayer tuvimos una fiesta de empresa, la fiesta de navidad, en la que hubo cena, copas, regalos y alegría sin fin. Yo, que soy un sieso de reconocido prestigio y que últimamente duermo fatal, opté por diluirme en el éter a eso de las 19:30 con Lou y la mencionada Silvia pero mis colegas franchus se quedaron celebrando y festejando hasta las 23:30 de la madrugada. Esta mañana las caras eran un poema. Por cierto, me regalaron una caja de bombones y euros 100 en cheques regalo que P y mis hijos ya están elucubrando en qué gastar.

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